lunes, 7 de noviembre de 2011

La anunciacion (Parte I)

Tras la caída de los ángeles ningún otro se atrevió, durante milenios, a descender sobre la Tierra. Los hijos de Dios, usando la sabiduría que los demonios le habían facilitado, se extendieron de Norte a Sur y de Este a Oeste por toda la Tierra, la poblaron y dominaron a todas las bestias de su entorno.
Los ángeles continuando con el mandato de Dios, se dedicaron a observar a los humanos en sus labores diarias, contemplaban sin más su bienaventuranzas y sus desgracias; veían, imperturbables, como desperdiciaban su vida en las guerras, como se afanaban en buscar dioses que ellos mismos creaban, como amaban, como construían… En definitiva, como elegían sus propios designios aunque fuera en una vida finita y terrena y en el fondo, muy dentro de los corazones de los ángeles, estos los envidiaban y anhelaban ser como ellos, dueños de sus actos.
Fue en Nazaret, ciudad de Galilea, donde nació una humana que iba a cambiar la suerte del mundo, su belleza se podía comparar con la de mil amaneceres de primavera, era tan pura como las propias estrellas, tan vigorosa como el propio Sol. Su cabello, negro como el azabache, le caía suelto sobre la espalda en tirabuzones caprichosos que flotaban a cada movimiento que hacía; su sonrisa era eterna, cualquier persona que se acercaba a ella se deleitaba con su mueca, bebían cual fuente, de la energía que desprendía; su cuerpo era simplemente perfecto, ninguna falta se apreciaba en él. Aún con toda esta dicha, en nadie levantaba envidia o celos, ya que ella se entregaba a la bondad, disfrutaba ayudando a los demás y dándoles todo lo que pudiera. Su nombre era María. Cumplía la edad de desposarse, pero ningún hombre se atrevía a ponerse a su nivel, tan bella, tan linda, tan perfecta… Todos se sentían eclipsados por ella. Pero su belleza no pasó desapercibida por él, un ángel del cielo puso su mirada en aquella humana, ya la había observado durante años, quizá desde su propio nacimiento, pero era ahora, en su plena juventud, cuando realmente se sentía atraída por ella. La observaba a cada momento del día y la noche, anhelaba tocarla, abrazarla, yacer junto a ella… pero todo ello estaba prohibido, el mismísimo Dios había vedado cualquier unión entre humanos y ángeles… sin embargo su deseo era tan fuerte, tan tentador… tan irrefrenable.
Aún no había salido el Sol sobre Nazaret y María se encontraba recogiendo agua del pozo para llevarla al poblado. Todos los días realizaba el mismo gesto, siempre recogía agua de más para dársela a Sofía, una anciana que vivía a unos metros de ella que no podía valerse por sí misma. Se notaba que el invierno acababa de entrar y el frío se hacía patente, sobretodo en los dedos que llegaban a congelarse y en los huesos donde se instauraba por semanas.
La chica dejó sus dos cántaras en el suelo, colgó el cubo en el pozo y lo descendió hasta que llegó a tocar el agua, entonces lo ladeó y éste, poco a poco, se llenó de aquel líquido tan valioso, cuando lo hubo colmado, tiró con fuerza de él y comenzó su ascenso. De súbito sintió que algo la observaba, rápidamente la chica soltó el cubo, que cayó con estrépito al agua, se dio la vuelta y no vio nada, miró en rededor con más insistencia y no pudo observar nada que se saliera de lo común. La respiración de la chica estaba muy alterada, el vaho salía con insistencia del pañuelo que tapaba su cara para resguardarse del frío y sus manos se habían empapado de agua, haciendo que se helasen por segundos. María se sintió estúpida por asustarse de aquel modo, se dijo así misma que no había nadie y se tranquilizó. Volvió a subir el cubo que se encontraba al fondo del pozo y con las manos congelados lo cogió con fuerza, lo sacó de la boca del pozo y se dispuso a verterlo sobre su cantara... Justo en ese instante María volvió a percibir aquella sensación, dulce y fresca por momentos, pero extraña y poderosa. La chica tiró el cubo y muerta de miedo gritó con fuerza:


- ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?

Desesperada miró a todos lados y no había nadie. Sus manos temblaban tanto por el frío como por el miedo, sin duda sentía que había algo por allí, pero era incapaz de verlo. La chica llenó lo más rápido que pudo su otra cántara y abandonó aquel lugar, dirigiéndose a toda prisa a su casa.
Era poca la distancia que se levantaba entre su casa y el pozo, pero para María fue eterna, sin detenerse si quiera en la casa de Sofía, se dirigió a la suya propia, donde su madre la recibió:
- ¿Hija mía, qué te ocurre? Parece que hubieras visto al mismo diablo.
María no quiso detenerse con su madre ni un segundo, dejó las cántaras en la puerta y se dirigió corriendo a su habitación, se quitó las ropas, que estaban chorreando y se puso unas secas, mientras su madre corría detrás de ella, preguntándole una y otra vez lo que le había pasado.
- Hija, no me asustes más, ¿Qué te han hecho? ¿Te han asaltado?... ¡Háblame por Dios!
La chica consiguió volver en sí y le contó la extraña sensación que había sentido en el pozo, le narró con detenimiento todo lo acontecido, lo que dejó a su madre mucho más tranquila.
- María, tranquilízate. No es nada. A todo el mundo nos ha pasado eso en alguna ocasión. – Dijo, Ana, la madre de María con una voz suave y tranquilizadora. - Yo creo que es Dios que nos observa de vez en cuando para que sepamos que está ahí y que creamos en Él, es su forma de decirnos que pronto llegará nuestro salvador. No tienes por qué preocuparte. Ahora caliéntate en la lumbre y olvídate de tus labores por hoy. Necesitas descansar.

- ¡Pero madre! – Protestó la chica. – Tú estás enferma…

- Calla, hija, y descansa, deja que hoy sea tu anciana madre la que te cuide.

La chica no se vio con fuerza para protestar más, así que dejó que su madre la acunará en sus brazos, como cuando era pequeña, y se quedó dormida a la luz ardiente del fuego.
Al rato María ya se sentía con más fuerzas y totalmente recuperada de su episodio. Se dispuso a levantarse para ir en ayuda de su madre, cuando de nuevo percibió aquella sensación, sintió como un escalofrío la recorría de pies a cabeza, como un ardor llenaba su corazón, notó que se desvanecía, que su cuerpo perdía toda su fuerza y fue en el quicio de la puerta donde lo vio. Allí estaba él, sin duda era un hombre, pero no uno cualquiera, su rostro era perfecto, tenía unos ojos azules penetrantes, su cabello, limpio y peinado, descansaba sobre sus hombros y sobre todo su cuerpo brillaba una luz casi imperceptible que le daba una sensación de divinidad.
- Hola. – Dijo el hombre esgrimiendo una media sonrisa.
El corazón de la chica latía con una fuerza descomunal, no sabía lo que iba a ocurrir, pero extrañamente no tenía miedo, era otro sentimiento diferente a nada que hubiera sentido en su vida, pero de lo único que estaba segura es que no era miedo. Se armó de valor y le habló a aquella figura:
- ¿Quién eres? Mi padre está al llegar y mi madre no tardará en volver. Sería mejor que te marcharas. – Dudó durante un segundo, para continuar hablando. - No tenemos nada que ofrecerte a no ser un poco de pan y vino.
El hombre sonrió ahora con mucha más fuerza y con voz segura le contestó a la mujer:
- Eres increíble. Desde aquí siento la fuerza de tu corazón, noto como tu sangre recorre tu cuerpo, como un calor, que nace en tu vientre, se apodera de tu ser y aún así no pierdes la compostura y me ofreces pan y vino… - Calló por unos instantes y concluyó. – Acepto tu ofrecimiento.


La joven se acercó a aquel misterioso hombre y se encontró con sus ojos, estos parecían de otro mundo; no solo era su color azulado, sino su profundidad, aquella mirada tenía cientos, no, miles de años, en ella se congregaba toda la sabiduría de los tiempos, todo el vigor y poderío de un Rey, en ella se leía la verdad de su esencia. La chica retiró su mirar y se dirigió hacia el pan y el vino sin querer importunar a su invitado. Delicadamente sirvió un poco de vino en una copa de madera y le ofreció un trozo de pan mientras ella se sentaba en sin nada que llevarse a la boca. El hombre la observó en toda su belleza y se dirigió a ella:
- ¿Tú no bebes?

- Mi madre dice que las chicas no deben beber vino, Señor. Somos el principio del pecado y el medio del pecador.
La risa del hombre no tenía fin. María incluso se sintió ofendida, las sagradas escrituras eran claras y precisas en aquel aspecto, las mujeres eran el principio de todo mal y la tentación hecha carne. La chica recordaba el caso de Eva que tanto le impactaba y se dispuso a rebatir aquella carcajada, cuando el extraño hombre, poniéndole su propia copa frente a María y ofreciéndole un poco de pan le dijo:
- ¿Crees de verdad que la mujer es el mal personificado? ¿Eres tú un demonio al que yo debe temer? ¿Acaso tú me vas a mostrar el camino que me lleve al infierno? O por el contrario no son las mujeres el elemento sin el cual no habría vida, las joyas que alegran la casa, las que se preocupan de cuidar a sus familias, las que no duermen cuando sus hijos enferman… No temas a la bebida, si quiera a las mujeres. – Esbozó una leve sonrisa. – Teme a aquel que quiera hacerte mal independientemente de su sexo. No son los hombres menos demoníacos que las mujeres, ni las mujeres menos que los hombres, son sus actos los que nos distinguen entre buenos y malos.

- Pero… Las escrituras son claras. – Reprochó la chica sin mucha convicción.

- Las escrituras… Querida María, las escrituras solo son una parte de la verdad, inconcreta e incompleta. No deberías creerlas al pie de la letra. Hace ya tiempo que Dios no mira a la humanidad, hace tiempo que torció su vista a otro lado y os dejó a vuestra merced, hace tiempo que se ha olvidado si quiera que existís. Para Él sois juguetes que ya no le divierten, sois los libros que uno abandona en la librería sin si quiera leerlos, pero… - Cesó su hablar, clavó su mirada en los pozos negros que eran los ojos de María y concluyó. – que tampoco deja que otros lo lean, impide que algunos enamorados de la lectura disfruten de ellos, castiga a aquellos que creen en la humanidad y esconde a su creación la buena nueva por miedo a que dejen de creer en Él.
María observó con detenimiento a aquel extraño hombre, vio como dos lágrimas perladas recorrían su rostro hasta desaparecer por la comisura de sus labios y sintió un pesar en su corazón que no pudo soportar, rompiendo en lágrimas al mismo tiempo.

2 comentarios:

  1. Increible el estilo Parodico y Novelesco que le das a estos pasajes Biblicos.
    Que imaginacion mi estimable amigo Jose Maria.

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  2. Gracias Jose Antonio, tu animos me incitan a continuar escribiendo. un saludo

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